Estados Unidos vs. China, ¿una oportunidad para el mundo?

Por Cristino del Castillo especial para Cendoesch.

La competencia entre Estados Unidos y China terminará imponiéndose como principal factor condicionante de las relaciones internacionales en el mundo, tal y como ocurrió durante la denominada Guerra Fría, que enfrentó a Estados Unidos y a la Unión Soviética.

Sin embargo, el período al que asistimos actualmente guarda notables diferencias con aquel, cuyo fin simbolizó la caída del Muro de Berlín. La Unión Soviética lideró un bloque de países socialistas o de orientación socialista alternativo al bloque de naciones capitalistas, liderado por Estados Unidos.

Fue el roce de sistemas antagónicos con existencias paralelas, sustentados en alianzas político militares, acuerdos de integración e intercambios económicos y comerciales que, al tiempo de funcionar como mecanismos de promoción de relaciones provechosas entre sus participantes, funcionaban como herramientas el aislamiento de la parte contraria.

Aunque dirigido por un Partido Comunista, China es un país con una economía de mercado que no se ha planteado la sustitución del sistema capitalista, sino que participa de él. Sus intercambios no están supeditados a criterios de fidelidad ideológica. Tampoco tiene bases militares repartidas por el mundo ni constituye una amenaza para la seguridad de nadie. 

A Estados Unidos nunca le ha agradado la idea de un partido comunista en el poder, no importa de qué país se trate. Pero en cada momento ha sabido separar lo principal de lo secundario. Por eso apartó de sus prioridades las rivalidades con la Unión Soviética de Stalin para cerrarle el paso a las pretensiones expansionistas de la Alemania hitleriana.

Más tarde, luego de desplegada la “Cortina de Hierro” para aislar a la URSS y su bloque socialista, no dudó en procurar un entendimiento con China que alejara la posibilidad de una alianza entre Beijing y Moscú.

Ese cambio radical en la política de Estados Unidos impulsado por el gobierno de Nixon y su asesor en materia de seguridad, Henry Kissinger, procuraba una mejor distribución del poder en el lejano oriente que sirviera de freno a la creciente influencia soviética. China consiguió que Estados Unidos, por primera vez en 30 años, le levantara las sanciones económicas y reconociera la existencia de una sola China representada por la República Popular y que Taiwán era parte de ella.

China vio en aquellos acuerdos una gran oportunidad para ampliar sus posibilidades de superar el atraso económico mediante su inserción efectiva en el mercado mundial. Y para aprovecharla promovió reformas que posibilitaron el uso del mercado y distintas formas de propiedad, que la hicieron atractiva para la inversión extranjera en distintas formas.

Con más de mil millones de habitantes, el gigante asiático era entonces un mercado apetecible y con el paso del tiempo se convirtió en el principal destino de la inversión extranjera en el mundo. Allí establecieron sus filiales las principales corporaciones del planeta, incluyendo las multinacionales con capital mayoritariamente estadounidense, interesadas en el aprovechamiento de la abundante y disciplinada fuerza laboral y en la conquista del gran mercado asiático y mundial.

Gracias a esos atractivos y a un modelo de economía mixta basada en resultados más que en la ideología, aunque con un fuerte componente de planificación, China tuvo de forma sostenida las tasas de crecimiento económico más altas del mundo, pasando de ser un país con una población de analfabetos del 80% y un Producto Interno Bruto per cápita de 90 dólares en 1960, a ser la segunda economía del planeta (superando a países como Alemania, Gran Bretaña y Japón), con prácticamente cero analfabetismo y un PIB per cápita de 10, 000 dólares.

Durante todos estos años las relaciones entre China y Estados Unidos han sido de competencia y al mismo tiempo de colaboración. Washington nunca ha ocultado su inquietud por el tipo de economía de China, dirigida por el gobierno central y con altos niveles de protección de las empresas locales, en contraposición con la economía estadounidense totalmente abierta y de carácter liberal.

Estados Unidos critica, además, el modelo político del país asiático, asentado en la existencia de un partido único y la alegada ausencia de ciertas libertades individuales. Los chinos, sin embargo, parten del criterio de que el interés individual debe resguardarse a partir de la defensa del bienestar colectivo.

A pesar de estas diferencias, que hacen de China un competidor fuera de cualquier alianza estratégica, durante todos estos años la colaboración sino-estadounidense ha sido una realidad no solo en el campo económico, sino que en determinados momentos, incluso, abarcó también el área militar. El beneficio mutuo de esas relaciones esta fuera de discusión.

Sin embargo, la visión estadounidense sobre China comenzó a experimentar cambios drásticos a la luz de los grandes avances exhibidos por el país asiático en todos los órdenes, incluidos el comercio, la ciencia y la tecnología.

Esos avances fueron el producto de esfuerzos sostenidos en el tiempo, pero se aceleraron en un periodo de gran desgaste para Estados Unidos como consecuencia de su cruzada para contener el terrorismo, que se inició poco después de los atentados del 11 de septiembre con la intervención militar en Afganistán, que dos años después se extendió a Irak bajo el pretexto de que este país estaba en posesión de armas de destrucción masiva.

Lo que se inició como una cruzada contra el terrorismo en realidad ocultaba ambiciosas metas geopolíticas con las que se pretendía afianzar el poderío de Estados Unidos y consolidar su posicionamiento como única superpotencia a nivel mundial, a partir del control de las principales fuentes de recursos energéticos del planeta, en un contexto en el que se vaticinaba un agotamiento creciente de las reservas petroleras, dando inicio a  lo que algunos denominaron como la fiebre de los biocombustibles.

Estados Unidos se quedó empantanado en esas zonas de conflictos, en dónde además de sufrir cuantiosas pérdidas en vidas humanas tuvo que invertir astronómicas sumas de dinero, calculadas por algunos especialistas en más de seis billones de dólares (hablamos de millones de millones).

Lo peor de todo es que al provocar el ascenso al poder de los chiitas en Irak, Estados Unidos alteró, sin proponérselo, la correlación de fuerzas en Oriente Medio a favor de Irán, también chiita, y provocó la irrupción de Rusia en la zona como gran jugador en el tablero de Oriente Medio. La decisión del país euroasiático tenía como propósito declarado la lucha contra los terroristas del Estado Islámico, que lograron hacerse con el control de una amplia franja de territorio comprendido entre Irak y Siria.

La mayor preocupación de los rusos, además del asedio en el que se encontraba su aliado, el gobierno sirio, era el proyecto de suministro de gas a Europa vía gasoducto  desde Qatar, que tenía como propósito eliminar la dependencia de Europa del suministro ruso de ese combustible. La respuesta de Estados Unidos a Rusia fue la desestabilización del gobierno de Viktor Yanukovich en Ucrania, que lo único que provocó fue la anexión de Crimea por parte de Rusia y el establecimiento, después de duros combates militares, de un territorio con amplia autonomía en la región del Donbass (este de Ucrania), habitada mayoritariamente por una población rusófila.

Estados Unidos sufrió en Asia Central y Oriente Medio el peor de sus fracasos desde la guerra de Vietnam. Ese fracaso lo simboliza el retorno de los talibanes tras la retirada de las tropas estadounidenses 20 años después, el cambio en la misión del personal militar en Irak, las negociaciones con Irán  para la reactivación del acuerdo nuclear, las pérdidas sufridas por Ucrania en su esfuerzo por alejarse de la zona de influencia rusa y los avances del proyecto Nord Steam 2 para ampliar los suministros de gas a Alemania desde el territorio de Rusia. Además, durante todo este largo periodo de esfuerzos inútiles, Estados Unidos descuidó sus relaciones con el sur global.

Y mientras esto acontecía China fortalecía sus intercambios comerciales con el mundo entero. Incluso, se da el caso hasta chistoso de que, mientras Estados Unidos hacía la guerra, en países como Siria, Irak y Afganistán China y Rusia hacían los negocios. Por ejemplo, China firmó en el 2019 un acuerdo para la reconstrucción de Siria por un valor de 200,000 millones de dólares, una cifra astronómica que es más de tres veces el producto interno bruto de Republica Dominicana.

En Irak, China se convirtió en el principal inversionista extranjero. Según una crónica del diario El País de España, en el 2014 trabajaban en Irak más de 10,000  obreros chinos, sobre todo en la industria petrolera. En Afganistán, por su parte, los chinos tienen a su cargo hasta la explotación de los yacimientos de tierras raras.

A los fracasos cosechados por Estados Unidos en Asia Central y Oriente medio se sumaron los efectos de la crisis de 2008, que China aprovechó ampliamente para estrechar sus nexos económicos con todo el mundo, incluyendo Europa y América Latina.  Por primera vez un país de industrialización reciente hacía las veces de locomotora de la economía mundial, sobre todo porque algunos años antes China se había convertido en la economía más exportadora del mundo y la segunda economía más importadora después de Estados Unidos.

El crecimiento de los intercambios de América Latina y el Caribe con China se aceleró en el período de la gran cruzada de Estados Unidos contra el terrorismo. China se convirtió, en tiempo record, en el principal socio comercial de países como Brasil, Chile, Perú, Uruguay y Venezuela. El gigante asiático destronó a Brasil como el principal socio comercial de Argentina.

En distintos momentos, países como Costa Rica, Panamá, El Salvador y República Dominicana decidieron romper sus relaciones diplomáticas con Taiwán y establecerlas con la República Popular China, una decisión en la que primó el cálculo sobre las grandes ventajas del intercambio con el gigante asiático, a la luz de la experiencia regional y mundial.

Es que con sus casi 1,400 millones de habitantes con altos ingresos per cápita y su enorme aparato productivo, China es un gran comprador de alimentos y materias primas de todo tipo y al mismo tiempo el más grande exportador de mercancías del planeta.

En el 2012 China presentó al mundo su ambicioso proyecto de 1,2 billones de dólares denominado la Nueva Ruta de la Seda, una red de infraestructuras distribuidas en todos los continentes y que abarca ferrocarriles, puertos, carreteras, puentes, gasoductos, etc., cuya misión consiste en mejorar sus conexiones con el mundo, abrir mercados a sus productos y estimular el desarrollo integral de las distintas zonas de su amplio territorio, ampliando su influencia internacional.

De todas las iniciativas chinas la de la Nueva Ruta de la Seda es la que más inquietud ha provocado en Washington, que la ha visto como un proyecto para dominar el mundo. Se trata de un proyecto de impacto a nivel planetario, de dimensiones tan colosales, que dio a los estrategas estadounidenses la medida precisa del desafío representado por el Dragón Rojo como gran competidor mundial.

Las alarmas sonaron en Washington tan fuertes que a la Casa Blanca le ha costado encontrar el norte. Tanto así que el consenso bipartidista sobre los temas esenciales que por muchos años ha caracterizado a Estados Unidos se ha visto seriamente erosionado. Demócratas y republicanos identifican a China como el principal desafío de Estados Unidos, pero difieren en cuanto a la forma de afrontarlo. Barack Obama, por ejemplo, quiso impulsar como eje de su política el denominado “giro asiático”, consistente en la priorización de Asia como eje central de la política exterior, en detrimento de Europa y Oriente Medio. El instrumento comercial de esa política fue el denominado Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP por sus siglas en inglés), suscrito a principios de 2016 por doce países que representan en su conjunto el 40% de la economía mundial. Ese acuerdo, que creaba un bloque comercial que dejaba fuera a China, representaba la tercera parte del comercio mundial y, según Barack Obama, daba poder suficiente a los socios suscribientes para decidir las reglas del intercambio comercial en el planeta.

Sin embargo, una de las primeras medidas de Donald Trump tras su llegada a la Casa Blanca fue dejar sin efecto el TPP, por considerar que perjudicaba a los trabajadores estadounidenses. Trump entendía que lo más conveniente para Estados Unidos era acabar con la deslocalización de las empresas estadounidenses para promover empleos y debilitar a China. De ahí su oferta de estímulos económicos para facilitar el regreso, que se hizo acompañar de la imposición de aranceles a las importaciones de China para obligarla a reducir el déficit de Estados Unidos en los intercambios comerciales de los dos apaíses. La línea definida por Trump recibió el respaldo entusiasta del poder económico menos favorecido por el proceso de globalización y eso da una idea de lo que hay en el fondo de las disputas internas de Estados Unidos sobre el tema.

Sin embargo, la política de Trump no produjo los resultados esperados, pues no atrajo los capitales que pretendía, no logró el crecimiento del 5% de la economía que había proyectado y no redujo mucho el déficit comercial con China, que continuó por encima de los 300,000 millones de dólares.

Aunque le ha dado continuidad a su retórica anti China, Joe Biden parece inclinado a apostar por el fortalecimiento de la capacidad competitiva de Estados Unidos con inversiones multimillonarias en infraestructuras, en investigación y desarrollo tecnológico, así como en el impulso de programas sociales para mejorar las condiciones de vida de la gente.

Biden ha protagonizado un giro trascendental en la política estadounidense que muchos han interpretado como una respuesta al impacto del Covid-19 en la economía del país. Aunque no deja de ser cierta esa afirmación, lo esencial aquí es que los ojos de la Casa Blanca están puestos en China, el único país desarrollado cuya economía creció en el 2020, en medio de la pandemia. Los últimos pronósticos  indican que China superará a Estados Unidos como principal superpotencia económica mundial en el 2028, antes de lo que se había vaticinado.

Parece obvio que Estados Unidos está aún en proceso de construcción de su respuesta al desafío chino. Sin embargo, hay razones suficientes para suponer que, bien gestionadas, la competencia entre ambos colosos no puede asumir las características de Guerra Fría.

China es el principal socio comercial de la Unión Europea, Reino Unido, Japón, Corea del Sur y Rusia. Es el segundo de Estados Unidos, después de México,  y el principal prestamista a nivel mundial, superando al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial juntos, según el New York Times. Como se sabe, China es el principal tenedor de bonos del tesoro de Estados Unidos, lo que equivale a decir, el principal financiador de la economía del país norteamericano.

La Unión Soviética, con todo el bloque socialista que giró en torno suyo, nunca llegó a alcanzar el peso específico que tiene actualmente China como potencia económica, que cuenta además con suficiente poder militar disuasivo, aunque invierte menos en armamentos. Sus estrechos vínculos con la economía mundial  la convierten en un factor de estabilidad, con suficiente poder para empujarla.

Con semejante rival no luce sensato apostar a un enfrentamiento “en todas las dimensiones”, como sostienen algunos estrategas del país asiático, que prevén, más bien, una lucha centrada en la competencia tecnológica y en el plano geopolítico, sobre todo en la región asiática, la más dinámica del mundo, que tan temprano como en el 2040, según algunos pronósticos, representará la mitad del PIB mundial y poco menos de la mitad del consumo total. El que mande en esa zona, muy vinculada hoy al crecimiento de China, dominará el mundo, según prevén los expertos.

Biden dijo: “Como estadounidense, damos la bienvenida a la competencia. Forma parte de nuestro ADN, e impulsa a nuestros ciudadanos a estar a la altura del desafío”. La competencia nunca está exenta de choques violentos, aún sean de forma indirecta. Pero las palabras del jefe de la Casa Blanca lucen una apuesta por una competencia gestionada con inteligencia y sensatez.

Estados Unidos tiene las mejores universidades y cuenta con los mejores especialistas en todas las áreas, además del suficiente poderío económico y militar. Pero China no se queda muy atrás. Junto con la India, el gigante asiático tiene el 48% de los especialistas en ciencias exactas y ha logrado superar a Estados Unidos en tecnología de las comunicaciones.

La dinámica de los acontecimientos indica que difícilmente Estados Unidos pueda evitar que China lo rebase como principal potencia económica mundial, porque el país asiático tampoco se queda atrás en materia de innovación y su economía avanza a un mayor ritmo de crecimiento.

No estamos hablando de cualquier cosa. Cuando China supere a Estados en el PIB mundial quedará automáticamente planteada la cuestión de la sustitución del dólar como patrón de cambio mundial. Y este sería un golpe muy duro, pues la nación norteamericana ya no podría seguir financiando una parte de sus importaciones con dinero sin respaldo, como lo ha venido haciendo hasta ahora, lo que también afectaría su aparato productivo y provocaría una merma del ingreso nacional. Si esto ocurriera, Estados Unidos tampoco podría darse el lujo de mantener 200,000 soldados distribuidos en bases militares repartidas por todo el mundo.

Para dar la batalla la potencia del norte de América necesitará concertar alianzas, aunque ello implique compartir poder e influencia con las fuerzas aliadas, algo que en Estados Unidos aterra al Trumpismo, un sentir que aparece latente en la consigna “hacer grande a Estados Unidos otra vez” y que  expresa la predilección de ese sector por el unilateralismo.

No obstante, está claro que los esfuerzos de Biden por recomponer las antiguas alianzas de Estados Unidos, descuidadas por la administración Trump, expresan un cambio de rumbo. Naturalmente, las alianzas no podrán construirse en base a fidelidad ideológica ni en base al sacrificio de intereses nacionales. Las naciones, independientemente del tipo de relación que tengan con Estados Unidos, valoran la conveniencia de los intercambios con una gran potencia que en la práctica va ampliando su influencia en el mundo, que no pone condicionamientos políticos a los intercambios económicos,  lo que supone el fin de viejas prácticas ampliamente rechazadas en el mundo, como la de los “préstamos atados”, lo que eleva a un nuevo plano cualitativamente superior las relaciones bilaterales y multilaterales.

Esto obligará a Estados Unidos a reevaluar y redimensionar sus relaciones en el mundo para concertar alianzas fuertes y exitosas. De eso se dio cuenta ya el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quien acaba de plantear la idea de “un nuevo orden geopolítico para el continente americano”, según valoración  del periódico El País de España.

“La propuesta es, ni más ni menos, que construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, nuestra realidad y nuestras identidades. En ese espíritu, no debe descartarse la sustitución de la OEA por un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie, sino mediador a petición y aceptación de las partes en conflicto en asuntos de derechos humanos y de democracia”, fueron las palabras López Obrador.

La competencia ya no es entre dos sistemas económicos antagónicos ni entre ideologías distintas. No es entre el mundo libre y la dictadura comunista. La amplia multiplicidad de Estados que buscan privilegiar sus intereses nacionales plantea la necesidad de alianzas cualitativamente superiores, que provean beneficios para todos, estabilidad y seguridad.

Estados Unidos no ha podido conseguir que Alemania desista del proyecto Nord Steam 2,  ni que la Unión Europea procure para sus empresas, mediante acuerdos de inversión, el mismo estatus que tienen en China las corporaciones estadounidenses. En el mercado mundial todas las naciones compiten entre sí, independientemente de sus nexos de fraternidad. Fue lo que quedó claramente evidenciado con los reclamos del gobierno de Trump a los países europeos sobre el intercambio comercial, que incluso se llegó a extrapolar al ámbito de la cooperación en materia de defensa dentro de la OTAN.

La competencia por la supremacía entre las dos grandes superpotencias tiene todo el potencial para generar mayor bienestar a escala planetaria. Estados Unidos se preocupa más ahora por mejorar su infraestructura, su capacidad tecnológica, el bienestar de sus ciudadanos, la calidad de la educación y los estándares medioambientales.

El mundo espera ahora de Estados Unidos iniciativas como la de liberar las patentes de las vacunas que lanzó y luego abandonó el presidente Biden, planteamiento que se interpretó como la respuesta estadounidense a lo que despectivamente se ha calificado como “diplomacia de vacunas” practicada por China, que en medio de la pandemia ha compartido sus antídotos con el resto del mundo. La lógica de la competencia inteligente sugiere la necesidad de una respuesta a iniciativas como la Ruta de la Seda, que algunos han llegado a calificar como un “Plan Marshall para el mundo”.

En América Latina la Guerra Fría impulsó el proceso de democratización, la Alianza para el Progreso y la Iniciativa para la Cuenca del Caribe, con efectos positivos para la región. En el ámbito europeo, la clase trabajadora nunca tuvo mejores condiciones de vida como las que derivaron de la implantación del estado del bienestar, impulsado para demostrar la superioridad del capitalismo sobre el comunismo.

En otras palabras, en la competencia con el socialismo, el capitalismo se vio en la obligación de adoptar su mejor cara, situación que cambió tras la caída del muro de Berlín, cuando comenzó a imponerse lo que el Papa Juan Pablo II bautizó como capitalismo salvaje. Durante esta etapa, Estados Unidos no tuvo para la región latinoamericana otra oferta que la denominada Área de Libre Comercio de las Américas, que ni siquiera ofrecía solución al espinoso tema de los subsidios que hacían imposible a economías pobres aprovechar sus ventajas comparativas en el trato con el país más desarrollado del mundo.

La consecuencia de esa falta de flexibilidad debido a la ausencia de competencia fue la proliferación de gobiernos  de izquierda en toda la región, un fenómeno que parece volver a afianzarse como tendencia, luego del regreso al poder del kirchnerismo en Argentina, el triunfo de López Obrador en México, la vuelta al poder en Bolivia del Movimiento al Socialismo, el reciente triunfo en las elecciones de Pedro Castillo en Perú y el empuje de las fuerzas progresistas en Chile, Brasil y Colombia, país este último en donde el acuerdo de paz ha ayudado a meter en la competencia político-electoral al movimiento de izquierda, estigmatizado hasta entonces como satélite de los grupos insurgentes.

Aunque parezca increíble, hasta la propia desestabilización política de Cuba, en las actuales circunstancias, pudiera representar un gran desafío para Estados Unidos, en un momento en el que la estabilidad regional pende de un hilo por la grave crisis generada por la pandemia y el notable incremento de los flujos migratorios con dirección a la frontera sur estadounidenses.

En un contexto como este es aconsejable competir con propuestas inteligentes, susceptibles de superar en atractivo las iniciativas de la competencia, sin intentar obstruir el fluir de las relaciones ganar-ganar.  China se ganó en buena lid su actual posicionamiento en el mundo. Así lo reconoce el grueso de la comunidad internacional.

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